domingo, 30 de octubre de 2011

Jung y Oriente, Viaje a India

Transcrito de sus memorias (Recuerdos, sueños, pensamientos), libro imprescindible para una correcta comprensión de la vida y y obra de C.G. Jung (1875-1961)


El viaje a la India (1938) no surgió por mi propia voluntad sino que he de agradecerlo a una invitación del Gobierno indio-británico a participar en las festividades que tenían lugar con ocasión del jubileo de los 25 años de la Universidad de Calcuta.

Por entonces había leído ya mucho acerca de la filosofía india y la historia de la religión y estaba profundamente convencido del valor de la sabiduría oriental. Pero debía viajar, por así decirlo, como un ser autárquico y permanecí en mí mismo como un homúnculo en el alambique. La India me impresionó como un sueño, pues buscaba y me busco a mí mismo, a mi propia verdad. Así, pues, el viaje constituyó un intermezzo en mi preocupación intensiva de entonces por la filosofía alquímica. Ésta no me dejaba tranquilo, sino que por el contrario me indujo a llevarme conmigo el primer tomo del Theatrum Chemicum de 1602 que contiene los escritos más importantes de Gerardo Dorneo. En el transcurso del viaje estudié el libro desde el principio hasta el final. De este modo se estableció un constante contacto entre el ideario de la Europa antigua y las impresiones de un espíritu cultural extraño.

Ambas cosas procedían en línea directa de las primitivas experiencias anímicas del inconsciente y por ello se establecen consideraciones iguales o semejantes o por lo menos comparables entre sí.

En la India estuve por vez primera bajo la impresión inmediata de una cultura extraña, altamente diferenciada. En mi viaje por África fueron decisivas impresiones distintas por completo a la cultura; y en África del Norte nunca tuve ocasión de hablar con ningún hombre que fuese capaz de definir su cultura. Pero ahora tuve ocasión de hablar con representantes del espíritu indio y de comparar éste con el espíritu europeo. Esto era de suma importancia para mí. 


V. Subramanya Iyer
Conversé bastante con V. Subramanya Iyer, el gurú del maharajá de Mysore, de quien fui huésped por algún tiempo, también conversé con muchos otros cuyos nombres por desgracia he olvidado. Por el contrario, evité el encuentro con los llamados «santones». Los evité porque debía contentarme con mi propia verdad y no me estaba permitido aceptar más que lo que yo mismo podía alcanzar. Me hubiera parecido un robo si hubiera querido aprender de los santones y aceptar para mí su verdad. Su sabiduría pertenece a ellos y a mí sólo me pertenece lo que procede de mí mismo. Tanto más cuanto que en Europa no puedo pedir ningún préstamo a Oriente, sino que debo vivir por mí mismo, de lo que dice mi interior o lo que la naturaleza me aporta.

No subestimo por completo la importante figura del santón indio, pero no está a mi alcance valorarlo correctamente como un fenómeno aislado. Así, por ejemplo, no sé si la sabiduría que él expresa es una manifestación propia o un proverbio que circula por el país desde hace mil años. Recuerdo un suceso típico en Ceilán. Dos campesinos conducían con sus bicicletas sus carros en dirección contraria en una calle estrecha. En lugar de la esperada disputa cada uno de ellos murmuró palabras de discreta cortesía que sonaban como «adûkan anâtman» y significaba: «Molestia pasajera, no hay alma (individual).» ¿Fue algo inusitado? ¿Era típicamente indio?

Lo que me preocupaba principalmente en la India era la cuestión de la naturaleza psicológica del mal. Me impresionaba cómo es asimilado este problema por la vida espiritual india y adquirí allí una nueva concepción de ella. También en conversaciones con chinos instruidos me ha impresionado siempre que es enteramente posible asimilar el denominado «mal» sin por ello «perder la cara». No sucede así entre nosotros en occidente. Para el oriental el problema moral no parece figurar en primer lugar como entre nosotros. Lo bueno y lo malo están contenidos lógicamente en la naturaleza y en el fondo sólo son graduales diferencias a una misma cosa.

Me impresionó profundamente el ver que la espiritualidad india tiene tanto de bueno como de malo. El cristiano aspira al bien y queda a merced del mal; el indio, por el contrario, se siente al margen del bien y del mal o busca alcanzar este estado mediante la meditación o el yoga. Sin embargo, aquí surge mi objeción: en una actitud de este tipo ni el bien ni el mal tienen contorno propio y esto causa una cierta tranquilidad. No se cree del todo en el bien ni se cree del todo en el mal. A lo sumo representa mi bien o mi mal, lo que a mí me parece bueno o malo. Se podría decir paradójicamente que la espiritualidad india está desprovista tanto del bien como del mal, o que se halla tan abrumada por los antagonismos que necesita del nirvana para conseguir la liberación de lo contradictorio y de las diez mil cosas más.

El objetivo del indio no es la perfección moral, sino el estado de nirvana. Quiere liberarse de la naturaleza y, por consiguiente, quiere alcanzar en la meditación el estado de indiferencia y de vacío. Yo, por el contrario, quiero perseverar en la concepción viva de la naturaleza y de las imágenes psíquicas.

No deseo ni liberarme de los hombres, ni de mí, ni de la naturaleza, pues todo ello constituye para mí prodigios indescriptibles. La naturaleza, el alma y la vida se me muestran como la divinidad manifestándose. ¿Qué otra cosa podría imaginarme? El supremo sentido del ser no puede consistir para mí sino en que es y no en que no es o deja de ser.

Para mí no existe liberación a tout prix. No puedo liberarme de nada que no posea o no haya experimentado o realizado todavía. La liberación verdadera será sólo posible cuando haya hecho lo que podía hacer, cuando me haya dedicado completamente o tomado parte totalmente. Si prescindo de mi participación, amputo en cierto sentido la parte correspondiente de mi alma.

Puede naturalmente suceder que esta participación me resulte demasiado difícil, y existan buenas razones por las cuales yo no pueda dedicarme plenamente. Pero entonces me siento forzado al reconocimiento del non possumus y a admirar que quizás prescindo de algo esencial y no he llevado a cabo tarea alguna. Un conocimiento de este tipo sobre mi insuficiencia sustituye la carencia de hechos positivos. Un hombre que no haya pasado por el infierno de sus pasiones no las habrá dominado todavía. Las pasiones se encuentran entonces en la casa contigua y, sin que él lo advierta, puede surgir una llama y pasar a su propia casa. En cuanto uno se abandona demasiado, se posterga o casi se olvida,
existe la posibilidad y el peligro de que lo abandonado o pospuesto vuelva con redoblada fuerza.

(...)

La India me honró con tres diplomas de doctor: en Allahabad, Benarés y Calcuta. El primero representa el islam, el segundo el hinduismo y el tercero la medicina y ciencia anglo-india. Esto fue demasiado y necesitaba un descanso. Una estancia de diez días en un hospital me lo proporcionó, al enfermar en Calcuta de disentería. De este modo, apareció para mí en el infinito mar de las impresiones una isla de salvación y recuperé el suelo bajo mis pies, es decir, un lugar desde el cual podía contemplar las diez mil cosas y su vorágine abrumadora, las alturas y profundidades, la magnificencia de la India y su inexpresable miseria, su belleza y su tenebrosidad.

Cuando, ya completamente restablecido, regresé al hotel, tuve un sueño [arquetípico sobre el Grial]  (...)  Este sueño europeo surgió cuando apenas me había dedicado a poner en orden la abrumadora diversidad de las impresiones indias (...)

El sueño ahuyentaba con mano dura las tan intensas impresiones indias de cada día y me trasladaba al tanto tiempo deseado occidente que se había expresado tanto en la Gesta del Santo Grial como en la búsqueda de la «piedra filosofal». Me sentí arrancado al mundo de la India y se me recordaba que la  India no era mi misión, sino sólo un trecho de mi camino —aunque importante— que debía acercarme a mi objetivo. Era como si el sueño me preguntara: «¿Qué haces tú en la India? Es mejor que busques para tus semejantes la copa sagrada, el salvator mundi, del que estáis necesitados urgentemente. Estáis a punto de arruinar todo cuanto ha sido construido a través de los siglos.»

( ...) Hacia principios de primavera emprendí el viaje de regreso a mi país, tan abrumado por las impresiones que no desembarqué en Bombay, sino que me engolfé en mis textos alquímicos. La India, sin embargo, no pasó ante mí sin dejar huellas, por el contrario, me dejó huellas que me llevaron de una infinitud a otra.

1 comentario:

  1. Es curioso observar,.... que las gloriosas elucubraciones Advaita acaban siendo para una mentalidad Occidental como la mía, como no debido a esa peculiar forma de acompañarte hacia el silencio, que acabas cayendo por su propio peso en cierta armonía emocional, la puerta de entrada no hacia estados navancos o de vacuidad, aunque se puede deslizar muy de vez en cuando, mas bien aparecen como puertas de entrada, bueno tu Ángel le llamas "Mundo Imaginal", o reinos sutiles, inconsciente colectivo, yo prefiero nombrarlo como una "Segunda Atención", que se aleja de la ordinaria perceptualidad.

    En fin, no me extrañan los comentarios de Jung al respecto de la naturaleza de su alma, nadie en su sano juicio se saltaría a la torera ese anhelo anímico versus el "Eufórico Nihilismo Advaita". Ni siquiera creo que sea posible elegir, no por la falta de libre albedrío, si no por la fuerza de la gravedad anímica.

    Juan Manuel

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